Tardes de soledad, el arte de matar

Por: Andrés Palma Buratta

La violencia, filmada una y otra vez, repetida hasta la normalización en la arena que detiene el tiempo, construye una epatante contemplación hipnótica que solo el Saturno de Goya devorando a su hijo ha logrado. Algo abominable, horrífico, brutal, pero que se nos presenta como el gesto intimo más bello del mundo. Roca Rey tiene miedo a morir encornado por un toro que desea vivir.

No soy un aficionado a la tauromaquia, no conozco ese mundo y nunca he presenciado (hasta ahora, que lo he visto filmado en esta película) una corrida. No manejo el lenguaje técnico de ese ritual taurino, ni tampoco sé su historia. No sé quiénes son los toreros famosos ni lo que significa serlo o como se llega a serlo. No sé quién es Roca Rey, el torero protagonista de este film. No sé que tan bueno sea, o porque merece protagonizar un documental.  No conozco la cultura ni la tradición del toreo en el mundo. No he visto películas relacionadas al encierro, ni he conocido novillero, ni participado en lidia, tienta o novillada.  Algunas veces he visto por televisión la corrida de toros de San Fermín, alegrándome cuando algún turista chancero es embestido por los animales, o he leído algún texto de Hemingway o García  Lorca al respecto. No soy un extremista defensor de los animales tampoco, no busco erradicar las corridas ni mucho menos, la verdad es que el tema poco me interesa, y de no haber sido “Tardes de soledad” una película de Albert Serra, que sí llama mi atención como director, ni siquiera habría visto el trailer. Obviamente no soy ajeno a la controversia que sucita el tema, que muchas veces conduce a airadas confrontaciones entre defensores y detractores desatando las pulsiones más primitivas del ser humano. El documental de Serra no estuvo ajeno a esa polémica, incluidas exaltadas manifestaciones para que no se proyectara en el Festival de San Sebastián, del cual resultó máximo ganador. Pero como nunca lograremos convencer al otro, ni a nosotros mismos, todo análisis se vuelve fútil. Pero bueno, la vida es eso, un ejercicio baladí, la política es eso a diario, una discusión más o menos que poco importa. Así que daré mi punto de vista, no solo de la película sino también de la tauromaquia por si a alguien le interesa.

Si bien en su película no existe una defensa profesa de la actividad ni de sus protagonistas o sus espectadores, el simple hecho de querer hacer un film con esa temática en tiempos de funas, cancelaciones y criticas vehementes al patriarcado machista hetero normado mariano, lo sitúa en la esfera de director controversial, etiqueta que por lo demás le sienta muy bien y de la cual ha hecho gárgaras durante toda su filmografía y que además lo vuelve un imprescindible dentro del circuito festivalero. Al igual que el impoluto traje de torero de Roca Rey que va tiñendo su brillo de rojo a cada lid, Serra agrega otra mancha de sangre a su propio traje de director maldito. Me da la impresión que Albert Serra es un director bastante cercano a la tauromaquia. Le gusta, la conoce y sabe donde poner el foco y los micrófonos para relatar los momentos íntimos del torero y su cuadrilla en cada corrida que los obliga a enfrentarse a la muerte, ya sea del animal o propia para divertimento de los asistentes al ruedo. Hay quienes van a vitorear al torero, y hay quienes acuden para apreciar la capacidad del toro para embestir, una y otra vez el capote ondeado en el aire como abanico. Una de las decisiones de Serra es obviar esas miradas, esos rostros, esos asistentes, esos personajes habituales de las corridas, para centrarse, casi en primer plano, en el matador y la fiera.  Y es que Serra no tiene miedo al momento de filmar la bestialidad, según algunos del toro, según otros del hombre, sin necesidad de voces en off, entrevistas, ni exageraciones dramáticas, ni menos recreaciones, ni público enardecido y complaciente. Serra se adentra en la faena misma de bufidos, gritos, saliva, polvo, excremento, dolor y muerte que salta al ruedo en la plaza, pero sin perder de vista la coreografía casi ensayada entre toro y torero que silencia el sentimiento trágico de sus vidas.  Los instintos, ambos, desencadenan el lado más primitivo que por su propio impulso, deviene en un acto de altos estándares artísticos. El arte de matar.

Sin duda, que el torero elegido, Andrés Roca Rey, despliega un temple, un carisma, una gestualidad, una teatralidad, e incluso una figura sumamente atractiva como hombre atiborrado en esos trajes apretados, pomposos y llenos de cierto glamour monárquico, que expela sensualidad en cada olé. Hay un dejo, o mucho, de erotismo en sus movimientos, miradas, en los baños de sangre del animal, de su propia sangre cubriendo su cuerpo, el sudor, pero sobre todo en los exagerados vítores y alabanzas hasta el hartazgo de la servicial mirada de su cuadrilla. La lluvia de elogios que Roca Rey recibe tanto dentro del ruedo, como en viaje de vuelta a su solitaria habitación de hotel, en una van atiborrada de hombres sudorosos sedientos de desnudar la hermética figura de su héroe, ensalza su pétrea figura que en cada puesta de traje esculpe sus genitales produciendo una extraña fascinación homo erótica. Un poco la misma apreciación de los ideales estéticos que uno podía experimentar viendo la obsesión de Dirk Bogarde por Tadzio en Muerte en Venezia. Ya desde la novela Thomas Mann escribía,  «¡Qué disciplina, qué exactitud de pensamiento expresaba aquel cuerpo tenso y de juvenil perfección! Pero la voluntad severa y pura, que en un esfuerzo misterioso había logrado modelar aquella imagen divina, ¿no era la que él, artista, conocía a la perfección? ¿No era la que alentaba en él, cuando lleno de contenida pasión libertaba de la masa de mármol del lenguaje la forma esbelta que su espíritu había intuido, y que representaba al hombre como imagen y espejo de belleza espiritual?».

Me parece que aquí hay un primer elemento destacable tanto en la película como en la actividad misma. Serra logra, con elegante sutileza, traducir los íntimos deseos pasionales que produce la figura del torero en la exaltación del espectador. Roca Rey asemeja a la figura de un bailarín enfundado en esas calzas que transparentan cada uno de sus musculosos, pliegues, hendiduras, órganos, con la única diferencia que su baile será frente a un animal rabioso, enfurecido después de haber recibido la tortura sediciosa de la cuadrilla del torero, que lo agota, lo hostiga, lo hiere, lo perfora, una y otra vez, lacerado varias veces antes de comenzar su batalla contra su verdugo; y a pesar de ello, este bello, musculoso, peñascoso animal de varias toneladas, es capaz de encornar a su enemigo contra las paredes de madera hasta romperle las costillas o incluso ensartarlo mortalmente.

Que diferente sería si el torero se enfrentará a un toro en pleno estado físico. Me parece que una cuadrilla provista de lanzas y piquetes o como se llamen esas espadas, contra un solo animal, es una pelea injusta. Cuando hablan que el torero también arriesga su vida o que existe un respeto mutuo entre el hombre y el animal, sería bueno, entonces, hacerlos luchar en igualdad de condiciones. No puedo evitar emitir mi juicio ético, porque pues es parte del análisis que se debe hacer de una obra, o de su contenido gráfico. No podemos excluir elementos morales o sentimentales, y obviamente esta crítica o reseña viene desde alguien que vio una asimetría en una tradición centenaria. Podríamos discutir largamente si las corridas de toro deben ser prohibidas, como en efecto está sucediendo en gran parte del mundo donde se practica esta “ceremonia”, porque deporte no es, más bien es un ritual, una fiesta, correspondiente a otros tiempos, a otro imaginario de héroe proveniente de esa mitología griega donde el culto al cuerpo, al animal y la lucha entre ellos devenía en ponderaciones filosóficas e iconográficas. No podemos no imaginar al minotauro muerto con su propio cuerno por parte de Teseo, o a las primeras pinturas rupestres donde los búfalos rumiaban libres las praderas arcaicas. Quizás esta liturgia se podría modernizar, sin necesidad de estacazos, sufrimiento o golpes letales. Claro, ahí el toro tendría más posibilidades de vencer al humano y los argumentos ahora serían favorables al macho, pero bueno, eso puede ser parte de otra discusión.

Pero insisto, la esencia de Tardes de Soledad se mueve por otros lugares. Visualmente es fantástica. La decisión de acercarse lo más posible a esta danza terrorífica de la vida y la muerte, excluye cualquier parafernalia exterior que distraiga de la brutalidad misma a través de planos muy cerrados y de centrar la previa y la post de las corridas en los viajes en van de vuelta al hotel, entre lambisconerías sin precedentes de parte de los excéntricos acompañantes de Roca Rey, y, al mismo tiempo, el lento desvelar de las inseguridades ególatras, de las vacilaciones emocionales, de la supersticiosa religiosidad del torero para reforzar su virilidad masculina como ejercicio espiritual, espesa la preponderancia que Serra le da al lenguaje cinematográfico en sí. Es que, si de algo sirve el cine, es para mostrar sin contemplaciones las vísceras, no solo físicas, sino que emocionales de sus protagonistas. Sirve para seducir al espectador y llevarlo a terrenos desconocidos de placeres intrínsecos.  Esta película no va de manifiesto en contra o a favor de la tauromaquia, tampoco va de la tradición o su historia, ni del torero, ni del toro, no entra en defensa, ni en juicios. Esto es una película, un artificio, una pieza de arte, donde la gracia de los movimientos embellece la violencia, donde el rojo cobra vida y tiñe la cámara a cada encuadre, donde el silente torero se vuelve exaltación narcisista de la masculinidad, donde la soledad es la misma para el torero como para el toro. La violencia, filmada una y otra vez, repetida hasta la normalización en la arena que detiene el tiempo, construye una epatante contemplación hipnótica que solo el Saturno de Goya devorando a su hijo ha logrado. Algo abominable, horrífico, brutal, pero que se nos presenta como el gesto intimo más bello del mundo. Roca Rey tiene miedo a morir encornado por un toro que desea vivir.

Tardes de soledad, 2024, Dir: Albert Serra

Andrés Palma Buratta |  IMDb @andrespalmab

Director y guionista italo-chileno, nos transporta al mundo distópico de una sociedad subterránea en su película Cassette, presentada en el Festival de Cine B, Cineteca Nacional de Chile y el Museo de la Ciudad de México. Ha participado en la producción de la película chilena “Una parte de mi vida” elogiada por la crítica. Su sensibilidad y lucha por defender los derechos humanos lo llevan a realizar el documental “Tú Ciudad…tus derechos”, para la CDHDF. Autor de historias sencillas y profundas. Desarrolló  la serie #HoySoyNadie, para Televisa Networks, fue director de Camaleón Films, dirige Filmakers Media Content.

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